Irrevocablemente muertos, Goris
Cucuruchi duerme. Respira hondamente (con ese aliento, ay, así de perfumado). Pasmado frente a su belleza, garabateo –antes de caer rendido por el sueño– estas torpes rimas de las que mañana quizás me arrepienta. Es una suerte de elegía adelantada. O más bien: una oda a la valentía y al amor. (¿Qué hermosa es mi niña, verdad?)
Si el César no tembló, mi Palombeta,
Frente a la bruta daga del nefario,
Si no tembló el Barbado ante el calvario
No habré de temblar yo ante la barqueta
Del obligado Estigia. En la meseta
de tu argentino pecho (ese santuario)
Encontraré, mi bien, confesionario,
Rosario, credo, unción, gentil muleta.
¡Oh, máquina de humo, parca impía
Tu irrevocable ruina: ¡qué abalorio!
¡Mi Esther sociega tu bellaquería!
Sus manos, con la magia de un grimorio,
Desdeñan toda vana teología:
¡Dedos de amor, amor absolutorio!
Si el César no tembló, mi Palombeta,
Frente a la bruta daga del nefario,
Si no tembló el Barbado ante el calvario
No habré de temblar yo ante la barqueta
Del obligado Estigia. En la meseta
de tu argentino pecho (ese santuario)
Encontraré, mi bien, confesionario,
Rosario, credo, unción, gentil muleta.
¡Oh, máquina de humo, parca impía
Tu irrevocable ruina: ¡qué abalorio!
¡Mi Esther sociega tu bellaquería!
Sus manos, con la magia de un grimorio,
Desdeñan toda vana teología:
¡Dedos de amor, amor absolutorio!
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